jueves, 1 de marzo de 2018
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martes, 20 de febrero de 2018
La pobre Hannah en el exilio
La pobre Hannah en el exilio
No todo buen debut literario cuenta con el apoyo de una editorial consagrada que invierta en promoción y distribuya un tiraje considerable a nivel internacional. El nuevo autor que cuente con ello puede considerarse en extremo afortunado. Gracias a las artes del efectivo marketing y debido a que el libro objeto de esta columna versa sobre el drama judío causado por el Holocausto (tema que en mi siempre ha causado una abrasiva curiosidad), a mis manos llegó con altas expectativas la novela de Armando Lucas Correa La niña alemana, publicada por Ediciones B, sello no hace mucho adquirido por el gigante Grupo Penguin Random House. La reverberación de la dominación nazi en la Europa de los años 40 quedará para el resto de nuestras eras como una de las supremas lecciones del peligro que involucran las ínfulas de grandeza de los líderes inicuos, los pueblos obnubilados de patriotismo que los apoyan, y la lógica consecuencia: los conglomerados que terminan subyugados bajo su bota. Y es entonces cuando la trama de La niña alemana se torna universal en sus componentes aleccionadores, sea cual sea la lectura que se le dé al episodio del hostigamiento, humillación y exterminio de judíos y otras minorías europeas execrables para el régimen encabezado por Hitler, Himmler, Goebbels y compañía.
El año 1939 marca un antes y un después para muchas familias judías de la Europa central, sobre todo para la de Hannah Rosenthal, una chiquilla de doce años normal dentro de los de su clase en la Berlín dominada por el poderío nazi, con un amigo inseparable llamado Leo y una certidumbre de que se ha enrarecido el ambiente luego de la fatídica y memorable Noche de los Cristales Rotos. Los alemanes de origen judío son tildados de sucios y desconfiables, sindicados de ser responsables de la decadencia moral y la debacle del proletariado alemán durante los años siguientes al Tratado de Versalles. El gobierno insertó en el ciudadano común el repudio contra el judío recurriendo a la lucha de clases y a la xenofobia. Entonces ser judío era sinónimo de ser culpable de los males de la nación. Y los padres de Hannah toman la decisión de huir a América antes de que sea muy tarde: el plan es embarcarse a Cuba, permanecer allí de manera temporal, y luego tomar camino a Nueva York.
La obra describe con evidente maniqueísmo la condición de un grupo acosado por las prácticas de un gobierno ensañado que los quiere neutralizados de cualquier manera. Los judíos en esta historia son los buenos, los que luchan por mantener la dignidad en medio del marasmo, evidentemente, y los nazis los malos que los persiguen, desaparecen y matan a placer. Es difícil no concebirlo de esa manera aun para el más imparcial análisis. Setenta y cinco años después, Anna, una descendiente de aquella Hannah emprende un viaje a Cuba para reencontrarse con el pasado de su estirpe, del cual apenas tiene indicios representados en fotos que le han llegado por correo a su hogar en Nueva York. Y entonces las dos historias contadas por dos narradoras diferentes se juntan hasta darnos una visión completa del destino de la atormentada Hannah y su familia en su desesperada búsqueda por vivir lejos de los tentáculos que un régimen que los ha proscrito y humillado hasta los niveles más degradantes.
Desde mi punto de vista la novela mantiene un ritmo lento al principio, quizá por la intención del autor de embeber al lector en el tenso contexto de la Berlín de fines de los treinta o debido a una tendencia (o necesidad) de las narraciones de corte histórico que requieren cierta cantidad de paginas para demostrar la erudición sobre la época descrita con el fin de hacer verosímil toda la narración, incluso en caso de que el escritor no se tome demasiadas licencias y reproduzca hechos y contextos sin fundirlos con la ficción pura. Al respecto, Gabriel García Márquez, hizo un comentario afín, a propósito de la preparación de su novela El general en su laberinto, cuando afirmó que en la novela histórica se puede inventar cualquier cosa a condición de que los hechos públicamente conocidos se reproduzcan con la exactitud con que se han registrado por los historiadores. El primer tercio de La niña alemana podría haber durado menos, al juicio de un lector más ávido de ritmo, pero el resultado final muestra que Correa se dedicó a una investigación profunda con tal de dar con un relato robusto en cuanto a ambientación. Pero es el último tercio de la novela el que, a mi juicio, aumenta en velocidad y lirismo con respecto a las casi 300 paginas precedentes.
La tendencia a la incertidumbre y desdicha del migrante es un elemento que predomina en la novela. Inexorable sensación dada la penosa diáspora judía en los años cuarenta, fenómeno que desmembró familias y que motivó una valiosa fuerza de trabajo y emprendimientos exitosos que contribuyeron a la diversidad de la riqueza económica y cultural de toda América, porque hasta los mismos dirigentes nazis, con documentos falsos de identificación, encontraron en el nuevo continente su refugio. Es innegable que la evolución fatídica de un esperanzador plan inicial es el mayor logro de esta novela de lenguaje pulcro que va de menos a más. Con Leo, el mejor amigo de Hannah (ocurrente y avispado), presenciamos un personaje secundario de esos que se roban el show y uno como lector desea que tengan más presencia en la narración. La descripción de la Cuba antes y después de la revolución castrista lucen ineludibles, recuerden la naturaleza cubano-americana de Armando Lucas Correa. El contraste de situar a Hannah y a su madre en medio del Caribe es un componente acertado con el que presenciamos otro nivel de drama no menos incómodo, que no es otra cosa que la adaptación a un ámbito disímil (donde descubre nuevas frutas, calores insoportables y hasta tiene una historia de amor) que en determinado momento pasa por turbulencias políticas como aquellas que provocaron el exilio.
En una imaginaria escala del 1 al 10, donde 1 es una pésima novela y el 10 equivale a una perfecta, yo calificaría La niña alemana con un 7. Y para ser un debut literario no está nada mal.
sábado, 6 de enero de 2018
lunes, 9 de octubre de 2017
lunes, 11 de septiembre de 2017
EL ACELERADO FUTURO
por
Heberto José Borjas
En el cine la ciencia-ficción suele ser un tiro al piso, un acto sobre seguro en términos de taquilla, a menos que se filme un bodrio en el cual se desperdicie el alto presupuesto, la campaña publicitaria y, quizás, un trabajo actoral notable. Es fácil que en este arte los hacedores logren sus objetivos al valerse de los efectos visuales, diseños de producción y hasta bandas sonoras que le ofrecen al espectador un combo aprovechable durante dos horas, o más. Pero en la literatura el encanto de un hacedor es más azaroso, y por ello arduo o riesgoso ya que, ni más ni menos, el elemento que completa la narración del autor es la imaginación del lector, quien en este género en cuestión debe hacer uso de su intelecto de una forma distinta que cuando se lee una novela histórica, por ejemplo. Aunque la exigencia es quizás menor en términos de bagaje cultural no es menos denso con respecto a los movimientos cognitivos que deben hacerse para dar como cierto (o, por lo menos, verosímil) lo narrado. Hoy, época en que abunda la autopublicación que le apuesta en demasía a tramas de ciencia-ficción (así como a otras alternativas contemporáneas como la romántica o la paranormal), no es fácil elegir un título de entre la pléyade de opciones que ofrecen las plataformas digitales. De vez en cuando algunos concursos literarios apoyan y publican el género en cuestión gracias al auspicio de una que otra editorial establecida, pero ciertamente la oferta (que hoy es mucha) no cuenta con la promoción que tienen libros de autores consagrados o que se acomodan mejor en el ámbito de los potenciales best-sellers. Pero lo que me consuela es que, a pesar de la diversidad de obstáculos, las propuestas de la nueva literatura fantástica siguen rindiendo homenaje a los clásicos autores que al fin y al cabo se convirtieron en pioneros e inspiraron a otros autores y cineastas con su imaginación prolífica. Por ello en esta ocasión le dedicaré estas líneas a una breve obra del casi tocayo H.G. Wells publicada originalmente en 1943: El nuevo acelerador.
La obra se compone de cuatro relatos: El nuevo acelerador, El bacilo robado, Los acorazados terrestres y Un sueño de Armagedón. Dependiendo de la edición rondan en su totalidad las 100 páginas, de manera que el lector puede terminarlas de un tirón pero, eso sí, experimentando cambios de intensidad y de ritmo. Los relatos ofrecen diversos tonos y veolcidades y su orden en la edición creo que es el adecuado.
El relato homónimo que la da el título al libro es el primero en el orden (acertada decisión) y versa sobre el descubrimiento de Gibberne, un científico londinense que ha logrado dar con la formula de una “medicina” que acelera los latidos del corazón y las funciones del cuerpo, todo de golpe, a un punto de aceleración que hace ver todo alrededor en cámara lenta, como aletargado. La experimentación que éste y el amigo narrador hacen en la calle, con el efecto del fármaco en su cuerpo, es el quid de la trama, y la posterior desaceleración que sufren cuando todo empeiza a volver a la normalidad en sus organismos. No es mi intención spoilear, sólo comento esto para que el lector se de cuenta de que la narrativa actual de ciencia ficción no está creando de la nada sino que se apoya en las viejas ideas de los clásicos. En este caso se elucubra, se sopesa la implementación de un descubirmiento que en la vida real no sabemos si existe (o ni siquiera sabemos su viabilidad), y se desarrolla su funcionamiento con el devenido debate moral sobre su idoneidad. Esa es la ciencia ficcion brillante: la que nos muestra como irrebatibles e inexorables los mundos posibles con una fundamentación que se adelanta a su propia época atreviéndose a explicar lo impensado.
Los acorazados terrestres es un relato de guerra. Pero no es una metáfora de los humanos versus la teconología, no es una alegoría abstracta sobre una conflagración futurista de corte distópico. En verdad, al mejor estilo de Terminator, las máquinas le ganan la contienda a los humanos, pobres soldados en tierra ofuscados por su ineficacia para neutralizar dichos monstruos metálicos controlados por los soldados enemigos. Es inevitable recordar el tonto patriotismo que mueve las guerras, sobre todo cuando hay un bando dotado de mejo tecnología que logra abatir al contrario con toda ventaja. El corresponal de guerra luce como el personaje que le da la dosis de sentido común a la barbarie en el campo de batalla. Es la narración de ritmo más lento, con muchos diálogos que hacen la labor de refrescar al lector, aunque algunos quizás sobran, según mi parecer.
El bacilo robado es el cuento de mayor tensión. Imaginen un peligroso microorganismo en el laboratorio de un bacteriólogo, la visita al laboratorio de alguien que muestra interés en el microorganismo, la corazonada de que el cientifico se encuentra frente a un fanático de esos capaces de provocar actos terroristas. Un robo. Una persecución en carreta. El in crescendo de la narración provoca que el lector termine la última página con la sensación de querer más.
Un sueño de Armagedón, que cierra el libro, es el desarrollo de un romance que sólo existe en sueños. El protagonista, en pleno tren que avanza, narra a otro pasajero las peripecias de este amor onírico que para colmo de las contrariedades, acace en medio de una guerra en la que el protagonista forma parte. Al despertar el desdichado hombre no tiene ni guerra ni amada y ha preferido dormir más que nunca para continuar sus sueños continuados que vivir la realidad del resto de los mortales. ¿Habráse visto en la literatura anglosajona del siglo XX tan geniales metáforas de la evasíon como ésta? La razón de vida se encuentra en un ámbito que no es este mundo repleto de perfidias y desazón, está en ese universo de infinitas posibilidades que son los sueños, y tan placentera es esa otra existencia que se prefiere huir del mundo convencional para entregarse a aquella sin reparos.
Este humilde servidor en este relato encontró el epigrafe perfecto para una novela que empezará a escribirse a mediano plazo (o eso espero) y que me parece perfecta para cerra esta reseña:
De este libro me queda que vivir el presente es más imperioso que nunca, porque el futuro viene acelerado, señoras y señores, sin importar que estemos o no preparados para él…