NO PUDE SALIR ILESO DE ESTA PENSIÓN
por
Heberto
José Borjas

Siempre
ha producido fascinación en mí la noción del micro-universo que representa
homogéneamente los componentes hermosos y desagradables que forman la vida. La
estrechez del espacio, de suyo, es un factor detonante de roces hirientes que
más bien son choques en vez de fricciones. No por nada tenemos, desde tiempos
inmemoriales, como adagio popular el famoso “Pueblo chico, infierno grande”. Al
parecer, el mero hecho de compartir el espacio vital es una obligación que la
raza humana practica a regañadientes, porque la cercanía lleva a la
observación. Y la observación lleva a la comparación y la apreciación de
detalles, y entonces viene el afán de cambiar al otro, de hacerlo semejante a
uno o distinto de aquella condición que nos produce escozor. Cuando eso no
ocurre sencillamente se llega al punto de querer execrarlo, denigrarlo,
ridiculizarlo y hasta neutralizarlo a causa de aquello que significa una
diferencia. Y por supuesto, las demostraciones de intolerancia no se hacen
esperar. Terminamos animalizados, actuando visceralmente, como si ningún
raciocinio se nos hubiese dado por naturaleza y decimos sin pensar, hacemos
daño sin pensar, movidos por un instinto que nos acerca más a las bestias que
al concepto de suprema creación divina, que es lo que el hombre siempre ha
creído que es. ¿Y qué mejor ejemplo de tal handicap
existencial que aquellas vecindades o pensiones donde es imposible no saber de
la vida del vecino de al lado, de enfrente, o de otro piso, con todos los
incordios que ello implica? Éste es el contexto en el que se desenvuelve la
genial y premiada novela del escritor uruguayo Pablo Silva Olazábal, “Pensión
de animales”, que tuve el placer de leer gracias a la magnífica edición de 2017
de la Editorial Escarabajo.
El
intro nos lo presenta un ángel
borracho, perezoso, que ya no vuela, pero que no deja de preocuparse por Laura,
el personaje que va bajando por los pisos de la pensión al tiempo que golpea
las puerta de los demás inquilinos con una furia notoria e incontenible y de la
que no sabemos el origen pero que se deja sentir irremediablemente por todo el
recinto, origina reacciones diversas, es un huracán de rabia que a cada quien
tocará dentro de su espacio íntimo y en la medida en que las condiciones pongan
a estos inquilinos más cerca de ella o “protegidos” tras su puertas. Y mientras
tanto, el ángel en el altillo de esta pensión observa todo a la vez, y en cada
capítulo interviene para que sepamos su reacción ante tan singulares vecinos:
un tipo obsesionado con comprar un azucarero de una tienda cercana y que
presiente que lo van a matar mientras espera su orden, otro que se toma
demasiado en serio el acto de matar a un animal no definible que le quita la
calma y que parece burlarse de él con su fuerza y sagacidad, una pareja que
filosofa sobre la naturaleza de los ángeles y su intervención en las ideas de los
seres vivos, un humano encerrado en el cuerpo de una mascota en la portería y que se sabe víctima
del hechizo de una bruja con la esperanza de ser devuelto en instantes a su
condición original, el marido de la rabiosa Laura que intenta una suerte de
cirugía casera a un loro que lo necesita.

Es
admirable el estilo de Silva Olazábal para magnificar situaciones que en
apariencia pasarían desapercibidas para la mayoría de nosotros. Sin duda, son
dignos de admiración los autores capaces de hacer de un instante ínfimo todo un
acontecimiento y los llenan de un significado proverbial gracias al arte de
usar bien las palabras. En este sentido, en Pensión
de animales se aplica la máxima aquella que dice “menos es más”. Sin innecesaria
rimbombancia el autor logra dejar al lector embebido de la atmósfera conmovedora
y miserable de la que se compone en parte el gentilicio latinoamericano, acaso
porque reconocemos inconscientemente de generación en generación que no somos
una raza pura sino el resultado de una combinación, una raza reciente en términos antropológicos, y que
por ello aún nos falta dar tumbos hasta lograr un nivel mayor de madurez
colectiva. La obsesión por lo intrascendente toma en esta novela un cariz de
epopeya que deja sin sentido toda consideración sobre qué cosas debería o no
contar un narrador en su relato, lo cual trasforma el hecho nimio en algo apoteósico
tan digno de ser contado como las gestas de guerra o las historias de amor más
apasionadas. Sólo un talento como el que tiene el autor uruguayo puede hacernos
ver atractivo que un vecino de la pensión sueñe con comprar un azucarero en la
tienda cercana (con todas las elucubraciones que se figura antes de la compra y
el celo que le debe luego al objeto de su adoración) o que una conversación con
ribetes etéreos entre una pareja dure varias páginas sin salir el tema de la
influencia que ejercen los ángeles sobre nosotros.
Pensión de animales es corta, concisa, a
veces cambia de ritmo para dejarnos respirar mejor a ratos, pone a prueba nuestra
capacidad de conmiseración ante el patetismo ajeno, todos ellos elementos que
uno como lector admira y agradece.
En mi escala del 1 al 10 le doy 9, pues la
novela perfecta no se ha escrito aún.
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