domingo, 23 de octubre de 2016

A partir de hoy seré cardiópata
           
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Si hay una razón por la cual he leído más narrativa que poesía no es tanto por una inclinación natural por dejarme atrapar por buenas historias sino porque considero a los poetas gente iluminada, portadora y protectora de un metalenguaje que trasciende a la palabra y deriva en un estilo de vida en el cual la sensibilidad y el don de la alquimia los hace sublimes artistas. Es tal mi respeto y admiración por ellos que considero algo muy serio llamar a alguien poeta, aunque sea por echadera de broma. En mi experiencia como lector he terminado por no entender muchos poemas estéticamente hermosos pero a los cuales no les pude vislumbrar las entrañas enredado entre metáforas libérrimas, versos ripiosos y frases conclusivas que me han dejado igual que esas malas películas que llegan a su fin sin que uno haya sentido desenlace alguno. Al contrario, mis experiencias recientes leyendo a autoras venezolanas como Acuarela Martínez, Beatriz Calcaño, Claudia Sierich y Linsabel Noguera me han dejado satisfecho, empachado de tan buena calidad que volveré a leer sus próximas publicaciones. Pude llegar al  tuétano de sus versos, o creí llegar, lo cual me convierte en el máximo beneficiado de sus libros: sentí que pude extraer del papel la esencia de los textos. Esa misma placentera impresión me dejó la obra Cardiopatías, de la también venezolana Oriette D’Angelo, ganadora del Concurso de autores inéditos de Monte Ávila Editores, mención Poesía, en 2014.
            El contenido del libro en cuestión es incisivo, taladra en la capacidad de solidaridad de lector. No busca que uno se identifique; pretende ofrecer un inventario de heridas del alma y sufrida contemporaneidad utilizando jerga anatómica, algo arriesgado pero que logra evocar fracasos sentimentales y la parte terrible de la experiencia de ser venezolano. No hay arrogancia sino una tierna rabia contenida por aquel que ha sido herido del corazón de diversas maneras y que de repente explota. Sus contundentes líneas gritan a los cuatro vientos un canto a la dignidad, a lo lamentable, a la firmeza de lavar una llaga y tocarla y describirla mientras aun arde. Un ejemplo de ello es el inicio del poema Crimen común: “Prefiero arrancarme la piel/ antes que  portar la carne que sobra de las heridas. O el remate de A los hombres no les gustan las mujeres rotas: Nadie sabe que es poco hombre/ hasta que toca a una mujer para romperla. ¡Genial!
            El tono femenino, que no feminista, está hilado de una manera tan fina que le dice a los malos amores lo mismo que Sor Juana Inés de la Cruz en el siglo XVII pero sin los insultos y refunfuños de la religiosa, más cercanos al despecho escandaloso de la ranchera que a otra cosa. Cada reclamo, cada reproche de Oriette D’Angelo es una declaración de amor propio, incluso cuando tiene propiedades de ruptura de noviazgo, pues sobre  todo busca deslastrarse del sufrimiento y quizás abrazar desasosiegos de otro tipo pero que no deja de esbozar una vocación libertaria, como lo aprecié en el fragmento de Humo (mi poema favorito del compendio): Deja que el naufragio/ haga de botecito abandonado/ en cada esquina de tu cuerpo.
            Los términos tan propios de la medicina y, en general, las palabras que nombran a nuestra anatomía me parecían anatema de la poesía antes de leer Cardiopatías. Ahora ya sé que no. La bella osadía de describir sensaciones y sentimientos usando  palabras como Radiología, Glóbulo y Tráquea fue implementada con la delicadeza de un cirujano, sorprende gratamente, y delata que la autora está consciente de que irrumpe en las escena poética con una obra que ostenta un estilo definido, sui generis, vanguardista. Hablo de un verbo lúcido y elegante que deja constancia de la desesperación femenina. ¿No es eso lo que esperan encontrar los editores cuando se encuentran ante el manuscrito de una novel autora?
            Con la misma irreverencia que ausculta laceraciones del alma producidas por relaciones dañinas o malogradas, D’Angelo lamenta aquello en lo que se ha convertido ser venezolano en la actualidad. Los poemas dedicados a la denuncia social dejan en la aboca un sabor metálico, a sangre, y en los oídos ecos de balas perdidas, quejas de gente que lamenta la merma de su derechos, muchedumbres eufóricas que vitorean a un líder político. Estos son retratos que se asoman a quien lea las líneas y haya experimentado a fondo las vicisitudes de la venezolanidad contemporánea. Al respecto me permito reproducir este fragmento que no necesita mayor desglose: Mi país es una marcha de protesta/ un grito de rabia/ con estruendo y música bailable, del poema Prohibición de pasar y detenerse. Otro pasaje también lo demuestra: Cobardía se escribe con [C] de Caracas. Una mano asesina es una huella adulterada, un ADN intervenido. Quince minutos y Yani Conte no dice. Sólo queda una ciudad para tragar en seco y recordar. ¡Magnífico!
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            En conclusión, aceptando la filosofía de la autora, quien defiende que un poema es una cardiopatía (algo poderoso que altera el corazón), entonces diré orgulloso que a partir de hoy seré cardiópata, es decir, un enamorado de la poesía y un fanático del ingenio de Oriette D’Angelo, poeta de ojos de gata.      

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