A partir de hoy seré cardiópata
Si
hay una razón por la cual he leído más narrativa que poesía no es tanto por una
inclinación natural por dejarme atrapar por buenas historias sino porque
considero a los poetas gente iluminada, portadora y protectora de un
metalenguaje que trasciende a la palabra y deriva en un estilo de vida en el
cual la sensibilidad y el don de la alquimia los hace sublimes artistas. Es tal
mi respeto y admiración por ellos que considero algo muy serio llamar a alguien
poeta, aunque sea por echadera de
broma. En mi experiencia como lector he terminado por no entender muchos poemas
estéticamente hermosos pero a los cuales no les pude vislumbrar las entrañas
enredado entre metáforas libérrimas, versos ripiosos y frases conclusivas que
me han dejado igual que esas malas películas que llegan a su fin sin que uno
haya sentido desenlace alguno. Al contrario, mis experiencias recientes leyendo
a autoras venezolanas como Acuarela Martínez, Beatriz Calcaño, Claudia Sierich
y Linsabel Noguera me han dejado satisfecho, empachado de tan buena calidad que
volveré a leer sus próximas publicaciones. Pude llegar al tuétano de sus versos, o creí llegar, lo cual
me convierte en el máximo beneficiado de sus libros: sentí que pude extraer del
papel la esencia de los textos. Esa misma placentera impresión me dejó la obra Cardiopatías, de la también venezolana
Oriette D’Angelo, ganadora del Concurso de autores inéditos de Monte Ávila
Editores, mención Poesía, en 2014.
El contenido del libro en cuestión
es incisivo, taladra en la capacidad de solidaridad de lector. No busca que uno
se identifique; pretende ofrecer un inventario de heridas del alma y sufrida
contemporaneidad utilizando jerga anatómica, algo arriesgado pero que logra
evocar fracasos sentimentales y la parte terrible de la experiencia de ser
venezolano. No hay arrogancia sino una tierna rabia contenida por aquel que ha
sido herido del corazón de diversas maneras y que de repente explota. Sus
contundentes líneas gritan a los cuatro vientos un canto a la dignidad, a lo
lamentable, a la firmeza de lavar una llaga y tocarla y describirla mientras
aun arde. Un ejemplo de ello es el inicio del poema Crimen común: “Prefiero
arrancarme la piel/ antes que portar la
carne que sobra de las heridas. O el remate de A los hombres no les gustan las mujeres rotas: Nadie sabe que es poco hombre/ hasta que toca a una mujer para romperla.
¡Genial!
El tono femenino, que no feminista,
está hilado de una manera tan fina que le dice a los malos amores lo mismo que
Sor Juana Inés de la Cruz en el siglo XVII pero sin los insultos y refunfuños
de la religiosa, más cercanos al despecho escandaloso de la ranchera que a otra
cosa. Cada reclamo, cada reproche de Oriette D’Angelo es una declaración de
amor propio, incluso cuando tiene propiedades de ruptura de noviazgo, pues
sobre todo busca deslastrarse del
sufrimiento y quizás abrazar desasosiegos de otro tipo pero que no deja de
esbozar una vocación libertaria, como lo aprecié en el fragmento de Humo (mi poema favorito del compendio): Deja que el naufragio/ haga de botecito
abandonado/ en cada esquina de tu cuerpo.
Los términos tan propios de la
medicina y, en general, las palabras que nombran a nuestra anatomía me parecían
anatema de la poesía antes de leer Cardiopatías.
Ahora ya sé que no. La bella osadía de describir sensaciones y sentimientos
usando palabras como Radiología, Glóbulo y Tráquea fue implementada con la
delicadeza de un cirujano, sorprende gratamente, y delata que la autora está
consciente de que irrumpe en las escena poética con una obra que ostenta un
estilo definido, sui generis, vanguardista.
Hablo de un verbo lúcido y elegante que deja constancia de la desesperación
femenina. ¿No es eso lo que esperan encontrar los editores cuando se encuentran
ante el manuscrito de una novel autora?
Con la misma irreverencia que
ausculta laceraciones del alma producidas por relaciones dañinas o malogradas,
D’Angelo lamenta aquello en lo que se ha convertido ser venezolano en la
actualidad. Los poemas dedicados a la denuncia social dejan en la aboca un
sabor metálico, a sangre, y en los oídos ecos de balas perdidas, quejas de
gente que lamenta la merma de su derechos, muchedumbres eufóricas que vitorean
a un líder político. Estos son retratos que se asoman a quien lea las líneas y
haya experimentado a fondo las vicisitudes de la venezolanidad contemporánea.
Al respecto me permito reproducir este fragmento que no necesita mayor
desglose: Mi país es una marcha de protesta/ un grito de rabia/ con estruendo y
música bailable, del poema Prohibición de
pasar y detenerse. Otro pasaje también lo demuestra: Cobardía se escribe con [C] de Caracas. Una mano asesina es una huella
adulterada, un ADN intervenido. Quince minutos y Yani Conte no dice. Sólo queda
una ciudad para tragar en seco y recordar. ¡Magnífico!
En conclusión, aceptando la
filosofía de la autora, quien defiende que un poema es una cardiopatía (algo
poderoso que altera el corazón), entonces diré orgulloso que a partir de hoy
seré cardiópata, es decir, un enamorado de la poesía y un fanático del ingenio
de Oriette D’Angelo, poeta de ojos de gata.
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