lunes, 11 de septiembre de 2017

EL ACELERADO FUTURO

                                                       
por
Heberto José Borjas



En el cine la ciencia-ficción suele ser un tiro al piso, un acto sobre seguro en términos de taquilla, a menos que se filme un bodrio en el cual se desperdicie el alto presupuesto, la campaña publicitaria y, quizás, un trabajo actoral notable. Es fácil que en este arte los hacedores logren sus objetivos al valerse de los efectos visuales, diseños de producción y hasta bandas sonoras que le ofrecen al espectador un combo aprovechable durante dos horas, o más. Pero en la literatura el encanto de un hacedor es más azaroso, y por ello arduo o riesgoso ya que, ni más ni menos, el elemento que completa la narración del autor es la imaginación del lector, quien en este género en cuestión debe hacer uso de su intelecto de una forma distinta que cuando se lee una novela histórica, por ejemplo. Aunque la exigencia es quizás menor en términos de bagaje cultural no es menos denso con respecto a los movimientos cognitivos que deben hacerse para dar como cierto (o, por lo menos, verosímil) lo narrado. Hoy, época en que abunda la autopublicación que le apuesta en demasía a tramas de ciencia-ficción (así como a otras alternativas contemporáneas como la romántica o la paranormal), no es fácil elegir un título de entre la pléyade de opciones que ofrecen las plataformas digitales. De vez en cuando algunos concursos literarios apoyan y publican el género en cuestión gracias al auspicio de una que otra editorial establecida, pero ciertamente la oferta (que hoy es mucha) no cuenta con la promoción que tienen libros de autores consagrados o que se acomodan mejor en el ámbito de los potenciales best-sellers. Pero lo que me consuela es que, a pesar de la diversidad de obstáculos, las propuestas de la nueva literatura fantástica siguen rindiendo homenaje a los clásicos autores que al fin y al cabo se convirtieron en pioneros e inspiraron a otros autores y cineastas con su imaginación prolífica. Por ello en esta ocasión le dedicaré estas líneas a una breve obra del casi tocayo H.G. Wells publicada originalmente en 1943: El nuevo acelerador.
La obra se compone de cuatro relatos: El nuevo acelerador, El bacilo robado, Los acorazados terrestres y Un sueño de Armagedón. Dependiendo de la edición rondan en  su totalidad las 100 páginas, de manera que el lector puede terminarlas de un tirón pero, eso sí, experimentando cambios de intensidad y de ritmo. Los relatos ofrecen diversos tonos y veolcidades y su orden en la edición creo que es el adecuado.
El relato homónimo que la da el título al libro es el primero en el orden (acertada decisión) y versa sobre el descubrimiento de Gibberne, un científico londinense que ha logrado dar con la formula de una “medicina” que acelera los latidos del corazón y las funciones del cuerpo, todo de golpe, a un punto de aceleración que hace ver todo alrededor en cámara lenta, como aletargado.  La experimentación que éste y el amigo narrador hacen en la calle, con el efecto del fármaco en su cuerpo, es el quid de la trama, y la posterior desaceleración que sufren cuando todo empeiza a volver a la normalidad en sus organismos. No es mi intención spoilear, sólo comento esto para que el lector se de cuenta de que la narrativa actual de ciencia ficción no está creando de la nada sino que se apoya en las viejas ideas de los clásicos. En este caso se elucubra, se sopesa la implementación de un descubirmiento que en la vida real no sabemos si existe (o ni siquiera sabemos su viabilidad), y se desarrolla su funcionamiento con el devenido debate moral sobre su idoneidad. Esa es la ciencia ficcion brillante: la que nos muestra como irrebatibles e inexorables los mundos posibles con una fundamentación que se adelanta a su propia época atreviéndose a explicar lo impensado.
Los acorazados terrestres es un relato de guerra. Pero no es una metáfora de los humanos versus la teconología, no es una alegoría abstracta sobre una conflagración futurista de corte distópico. En verdad, al mejor estilo de Terminator, las máquinas le ganan la contienda a los humanos, pobres soldados en tierra ofuscados por su ineficacia para neutralizar dichos monstruos metálicos controlados por los soldados enemigos. Es inevitable recordar el tonto patriotismo que mueve las guerras, sobre todo cuando hay un bando dotado de mejo tecnología que logra abatir al contrario con toda ventaja. El  corresponal de guerra luce como el personaje que le da la dosis  de sentido  común a la barbarie en el campo de batalla. Es la narración de ritmo más lento, con muchos diálogos que hacen la labor de refrescar al lector, aunque algunos quizás sobran, según mi parecer.
El bacilo robado es el cuento de mayor tensión. Imaginen un peligroso  microorganismo en el laboratorio de un bacteriólogo, la visita al laboratorio de alguien que muestra interés en el microorganismo, la corazonada de que el cientifico se encuentra frente a un fanático de esos capaces de provocar actos terroristas. Un robo. Una persecución en carreta. El in crescendo de la narración provoca que el lector termine la última página con la sensación de querer más.
Un sueño de Armagedón, que cierra el libro, es el desarrollo de un romance que sólo existe en sueños. El protagonista, en pleno tren que avanza, narra a otro pasajero las peripecias de este amor onírico que para colmo de las contrariedades, acace en medio de una guerra en la que el protagonista forma parte. Al despertar el desdichado hombre no tiene ni guerra ni amada y ha preferido dormir más que nunca para continuar sus sueños continuados que vivir la realidad del resto de los mortales. ¿Habráse visto en la literatura anglosajona del siglo XX tan geniales metáforas de la evasíon como ésta? La razón de vida se encuentra en un ámbito que no es este mundo repleto de perfidias y desazón, está en ese universo de infinitas posibilidades que son los sueños, y tan placentera es esa otra existencia que se prefiere huir del mundo convencional para entregarse a aquella sin reparos.
Este humilde servidor en este relato encontró el epigrafe perfecto para una novela que empezará a escribirse a mediano plazo (o eso espero) y que me parece perfecta para cerra esta reseña:

Hay, no obstante, algo cierto, real, algo que no es un sueño huero,
sino algo eterno e inmutable. Ella es el centro de mi existencia y todo lo demás está
subordinado a ella o bien es vano por completo.
Yo la quería, yo amaba a esa mujer surgida de un sueño.
¡Hemos muerto juntos!

De este libro me queda que vivir el presente es más imperioso que nunca, porque el futuro viene acelerado, señoras y señores, sin importar que estemos o no preparados para él…



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